Pedro Albertini, infraleve
El artista chileno vuelve su vista al suelo, al cielo y a lo sutil con El horizonte de los pesimistas, su primera exposición individual en Isabel Croxatto Galería. Abierta hasta el 13 de julio en Santiago de Chile.
“Hace tiempo que estaba tratando de pensar en la imagen del polvo; cómo los pintores habrían de pintarlo, cómo los fotógrafos lo han retratado… De repente se me ocurrió que quizás un cielo estrellado podría estar compuesto de polvo y pelusas”. Así podrían sintetizarse los varios meses de trabajo que llevaron al artista chileno Pedro Albertini (25) a presentar su exposición individual, titulada El horizonte de los pesimistas, abierta al público hasta el 13 de julio en el Local 2 de la Isabel Croxatto Galería, Santiago. El camino recorrido hasta la inauguración, sin embargo, se extiende mucho más allá de lo que cabe imaginar con esa afirmación.
Como para muchos, el aislamiento producto del COVID-19 se convirtió en un punto de inflexión en la práctica de Albertini. “La pandemia fue como una manera de estar muy cerca de uno mismo”, explica. “Y creo que, últimamente, mi arte se ha tratado de lo que está muy cerca del cuerpo y pasa desapercibido. Siento que en la pandemia se exacerbó mucho mi sentido de percepción de lo cotidiano”.
Lo que comenzó con una fascinación por los mosquitos –en pleno aislamiento, único contacto con el mundo exterior, tan minúsculos que es más fácil oírlos que verlos–, pronto se transformó en una especie de “ejercicio carcelario”, como él lo denominó: recolectar objetos de sus alrededores como polvo, boletas y pequeños objetos metálicos que encontraba en el suelo. Éstos pronto fueron ganando espacio en sus obras, como las tuercas insertas en gel balístico de Esquirla sin tallo (2023), la polilla gigante en la escultura Nacieron para estar de luto (2023) o las moscas retratadas en la serie Cuerpos Casuales (2024). “Hay un término que acuñó Duchamp que se llama ‘lo infraleve’; como una energía muy pequeña, muy difícil de medir: la velocidad con la que crecen las uñas o el pelo, el ruido que hace el polvo cuando se asienta…”, señala Albertini. “Quizás para mí, más que lo doméstico, mi trabajo tiene que ver con eso”.
Tras su paso por CEDE en 2023, el artista fue invitado por Isabel Croxatto para ser parte de su galería y exponer en solitario. Allí comenzó un exhaustivo proceso de exploración, búsqueda e investigación, dado que –como se evidencia a través de un rápido repaso de su carrera hasta ahora– Albertini no posee una técnica o soporte artístico definido. “Me pasó que, cuando estaba en la universidad, no tomé ningún curso práctico”, relata. “La malla curricular de mi universidad no me exigía tomar Pintura I, Pintura II, Grabado, Escultura en madera… Me fui más por Historia del Arte o Teoría de la Imagen. Cuando salí, me di cuenta de que no tenía por dónde partir; tenía lápices, tenía pintura, pero siempre estaba la duda de cuál era el formato”.
La alquimia, de hecho, se volvió una característica fundamental de su desarrollo tanto material como conceptual. “Siento que mi trabajo es súper hechizo”, explica. “Me gusta meterme a ocupar técnicas que no tengo o que desconozco, por lo que los resultados de mi trabajo son medio experimentales. Muchas de mis obras las hago en la cocina”.
Seis meses antes de su apertura, El horizonte de los pesimistas iba a girar en torno a las alas de las moscas, las cuales serían fotografiadas mediante un antiguo proyector de películas en 8mm. Tras una cadena de aciertos y desaciertos, Albertini conoció una máquina de impresión UV que, al estar fallada y no contar con tinta blanca, dejaba espacios vacíos en el producto final. Con ella en mente, durante un corto viaje a Estados Unidos tropezó con exposiciones de Man Ray –donde descubrió la técnica del fotograma, popularizada en los años 40– y de la pintora hiperrealista Vija Celmins. “Cuando vi sus obras –los cielos estrellados, la nieve cayendo, el mar– me dieron envidia por lo sutiles, lo elegantes y, aún así, impactantes que eran. Dije: ‘Quiero hacer lo mismo, pero con fotografía’”.
De vuelta en el taller, Albertini reemplazó los insectos por las pelusas. Armó un improvisado cuarto oscuro y reveló decenas de “imágenes de polvo”, las cuales luego digitalizó e imprimió sobre catorce espejos de diversos tamaños con aquella máquina defectuosa. Así, en los lugares donde la acumulación de polvo era suficiente, la superficie resultaba reflectante. “Algo que me encanta de mi práctica es cuando siento que inventé una técnica, cuando de repente la miro y digo: ‘Nadie sabe cómo hice esto’".
El misterio, sin embargo, dura poco. “Muchas veces me pasa que cuando hablo de mis obras tengo que hablar de cómo las hice, contextualizando los problemas materiales como partes fundamentales del contenido de la obra”, reflexiona. “Explicar cómo está hecho mi trabajo le añade capas conceptuales, sobre todo en la exposición de ahora, en que las imágenes que uno ve son el resultado de tres o cuatro procesos distintos que van desde lo más análogo hasta técnicas súper modernas. Así, las obras encuentran su razón de ser. A veces, me he dado cuenta de que la razón es como: ‘La hice porque fue muy difícil hacerla’”.
A pesar de lo que el nombre podría insinuar, el universo de El horizonte de los pesimistas resulta dulce; melancólico, sí, pero también profundamente emocionante. De hecho, para Albertini –realista autoproclamado– el título representa una contradicción. “El horizonte, tradicionalmente, es entendido como ese lugar ‘más allá’ en que uno se proyecta, al que tiramos una flecha y después caminamos. Y el pesimismo, en cambio, es entendido como la persona que no puede ver más allá, que va con la vista gacha, mirando el suelo, que es donde yo encuentro mis objetos de interés. El horizonte de los pesimistas no existe”, dice.
Para este artista, el polvo es preciado; símbolo del paso del tiempo pero también de la renovación. “Estas imágenes en un momento dejaron de ser la silueta del polvo y se convirtieron en cuerpos celestes, en fotos del espacio… lo que estaba en el suelo se transformó en el cielo. Lo que era una vista gacha ahora es una mirada en alto, al vacío, donde se puede perder o encontrar con la de uno mismo. Si el horizonte de un pesimista no existe, eso es lo que yo traté de hacer: démosle un horizonte a los pesimistas. Quizás ese horizonte es levantar la vista y mirar el cielo – el polvo viene del suelo, las imágenes se parecen al cielo. ¿Qué pasa si el pesimista levanta los ojos? ¿Es el cielo tan profundo como el suelo? ¿Se puede soñar ahí?”.
Al fin y al cabo, las obras de Albertini son espejos y, como advierten los versos de Clarice Lispector citados en el texto de la exposición, pueden fácilmente transformarse en el objeto que reflejan. Cada uno sabrá qué encuentra al momento de enfrentarse a ellas. ¿Polvo? ¿Estrellas? ¿La propia mirada? El desafío es descubrirlo. “Me gusta que las obras ya no estén en mi taller”, concluye Albertini. “Que estén viendo otra luz y que se vayan llenando de otros polvos, y ya no sea mi trabajo limpiarlos”.