La belleza incomprendida y atemporal de Virginia Woolf
Una de las voces más imponentes de la literatura universal también fue una visionaria apasionada de la moda, su simbología social y sus limitantes.
Es fácil rememorar a Virginia Woolf con el cabello peinado hacia atrás en un tomate suelto, envuelta en un abrigo de piel demasiado grande para su altura y delgadez. Un estilo descarado, entre salvaje y clásico, un encuentro de atemporalidades, con cuellos altos, sombreros de ala ancha extravagantes y flores, muchas flores.
De haberse dedicado a la moda, sin duda, se habría consolidado como una de las figuras más importantes de la industria en los años veinte, quizá más que Coco Chanel, y es que Virginia fue considerada un genio por la ciencia, con un IQ de 160.
En 1925, escribió: «Mi amor por la ropa me interesa profundamente. Solo que no es amor; y el qué es, es algo que debo descubrir». La escritora vivió una especie de amor-odio con la vestimenta, una relación contradictoria que viene con la experiencia de ser mujer en una época en la que ni las académicas podían poner un pie dentro de las bibliotecas de las universidades más reconocidas, pero sí asistir al té y a los encuentros de etiqueta; forzadas socialmente a preocuparse por la trivialidad y el artificio colectivo. Para Woolf, una condena y un objeto de poder irresistible: una paradoja y un enigma. Para esas ocasiones, una debía lucir de cierta forma.
«Aunque odio ponerme mi ropa fina, sé que cuando me la ponga me habré investido al mismo tiempo con cierta conducta social: estaré lista para hablar sobre el piso y el clima y otras frivolidades, que considero lugares comunes en mi camisón», escribió en un ensayo.
En la década de 1920, gracias a la aparición en escena de ciertos diseñadores de la talla de Paul Poiret, la ropa dejó atrás su enraizamiento con las ideologías de la época victoriana y se volvió más holgada, cómoda y, de cierto modo, andrógina. Pero con la practicidad, vino el consumo en masa y el surgimiento de una industria incansable; la publicidad vital e inagotable comenzó a bombardear la atención común.
Virginia se dio cuenta de que con la posibilidad de elegir un atuendo más fluido podríamos percibir el reflejo perfecto, como si de un espejo se tratase, por más superficial o profundo, de uno mismo. Concibió esta idea con placer y horror, una rara combinación. Ser vista desde el exterior y evaluada y juzgada igualmente en el interior, dependiendo del vestido, era una calle sin salida. Se unían lo privado y lo público en un mismo y retorcido universo.
A Virginia le fascinó el culto a la ropa, en parte porque no podía explicárselo. Aseguró que las personas sufrían de un Clothes Complex. Se encontraba a sí misma en una disyuntiva; por un lado, odiaba la idea de vestirse mal; por el otro, odiaba la idea de salir a comprar ropa. No obstante, si algo le gustaba, era escribir notas acerca de los vestidos suntuosos que vestían las damas en los eventos a los que asistía. Una teoría interesante: de ahí saldrían posteriores inspiraciones para sus personajes, la contemplación le permitía jugar con sus psiques y complejas personalidades. En la observación, exploraba la artificialidad, la feminidad, el desacato… y la moda; en su belleza pudo describir a Clarissa Dalloway, su personaje, usando su vestido de «sirena verde-plateado» tan icónico.
Sin importar cuánto admirara y cuestionara la moda de la época, ella misma fue un personaje incomprendido para su generación. Fue calificada con adjetivos poco generosos: «desordenada» (como si hubiera sido arrastrada hacia atrás por un viento y arrojada hacia un seto antes de salir de casa); «poco arreglada»; o, de acuerdo a las palabras que utilizó la periodista Madge Garland, «parecía llevar una papelera boca abajo en la cabeza». Algunos críticos fueron más delicados: (Virginia) «siempre hermosa, pero nunca bonita».
81 años después de su muerte, descubrimos que Virginia Woolf se adelantó a su tiempo. En nuestra era moderna, su autenticidad al vestir podría marcar tendencia; sobre todo, su ideología respecto al vestir: un estudio perpetuo que transgredió la mentalidad generalizada para encontrar, más allá de la estilística, qué es lo que hacía que las personas se vistieran de una forma u otra.
Mangas abullonadas, un estilo effortless, la mujer que llenó de rocas su abrigo y se introdujo al río Ouse una gélida mañana de 1941, continúa intrigándonos. Su personalidad fue todo menos ficción.