La ley del deseo
Más allá de musas, críticas y la academia, con su último libro, Contra viejas superficies, la escritora e investigadora de artes visuales Ariel Florencia Richards se ha consolidado como una voz única dentro de la cultura nacional, capaz no solo de seguir, sino de guiar el ritmo de una escena en constante expansión.
Lejos de ser un ratón de biblioteca, la escritora e investigadora de arte Ariel Florencia Richards es extrovertida y transparente. Tiene poco más de cuarenta años, tres carreras de estudio a su haber, y oversharing no es un concepto que pareciera estar en su vocabulario. Ríe con ganas, habla rápido y atropellado. Quizás su carisma radica en lo que dice, no en cómo lo dice… ¿O quizás su magnetismo es la suma de ambos?
Estudió diseño en la PUCV y luego estética en la PUC. En 2010, tras obtener la Beca Bicentenario, realizó un magíster de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York, ciudad donde vivió por tres años. Ha publicado tres libros de su autoría –un poemario y dos novelas híbridas que mezclan ficción con autobiografía–, además de la antología El laberinto del topo, poemas de Alfonso Echeverría, la cual editó. Hoy, además de ser directora de Proyectos en la Fundación de Arquitectura Frágil, de Smiljan Radić, y de ser una colaboradora activa de medios especializados como Artishock, está a punto de terminar un doctorado en Arte, donde estudió las relaciones entre espacio, género y performance.
Aun así, con todo eso y más, es difícil verla como una académica. A ella misma le cuesta, admite.
Cuando rememora los primeros indicios de su interés por el arte, no vuelve a una obra o exposición específica, sino a una sensación: “Es parecido al refugio que uno encuentra en la biblioteca del colegio”, señala. “Desde muy chica descubrí que los museos eran lugares donde me sentía segura y donde me podía ir a buscar a mí misma; a qué me parezco, qué me interesa. Espacios para ir de visita y habitar desde la soledad”.
Ariel Richards: Mi padre fue un hombre que quebró múltiples veces durante toda su vida. Negocio que emprendía, negocio que quebraba. Pero tenía la generosidad de que si tenía un poco de plata, nos llevaba a viajar a lugares que para nosotros eran importantes. Me llevó a París y me soltó, porque para él los museos eran una lata; yo me quedaba todo el día, hasta que cerraban. Me acuerdo del d’Orsay, donde estaban los impresionistas, que me parecieron los huevones más revolucionarios del mundo. ¡Cómo, si la realidad tiene bordes nítidos y líneas rectas, qué son estas personas que salían con sus caballetes a pintar rápido, en ráfagas! Yo andaba con una libretita, tomando apuntes y bosquejos. De repente me vi a mí misma rodeada de niños, porque estaban fascinados con que hubiese alguien dibujando algo que ya estaba dibujado.
Si dicen que la felicidad solo es real en cuanto compartida, lo mismo podría asegurarse del arte. Pero para Richards esa responsabilidad llegó más tarde: el arte y el derecho a escribir sobre él fueron algo que se permitió no hace demasiado tiempo, como un territorio de conquista por el cual tuvo que luchar consigo misma al transicionar.
ARIEL RICHARDS: Estudiar en Nueva York se sintió correcto, pero la gran dificultad de esos años era que yo pensé que una no escribía de una. Como que el arte era algo de lo que escribían los demás. Me costó mucho conectar con lo que yo realmente quería decir. Podía escribir una reseña, pero me costaba mucho involucrarme a nivel personal. Fueron años difíciles a nivel de práctica”.
L’OFFICIEL: Me sorprende que digas eso, porque tus libros, incluso cuando hablas de otros artistas, están intrínsecamente ligados a ti y a tu historia.
AR: ¡Me costó demasiado! No podía narrar porque todavía no estaba siendo. Tenía un tema por resolver, que era mi identidad de género. La persona que se movía por Nueva York, que se ganaba las becas, no era yo, entonces dónde me deposito a mí misma en estas narraciones… Hablar desde ese lugar era imposible, algo se fracturaba. En ese sentido, el tránsito fue muy virtuoso, porque me puso en contacto. Siento como que me acabé: toqué el fondo del pozo y fue como “ah, ya, ¿no era nada más que esto? Perfecto, entonces ahora sí puedo hablar”.
L'O: ¿Se puede escribir de arte sin hacerlo personal?
AR: Obvio que se puede, pero a mí me parece muy poco atractivo como lectura y como escritura. Me interesa una vinculación muy estrecha entre los afectos, las personas, los cuerpos, las propias biografías, porque si no, ¿para qué? La IA puede hacer un texto muy correcto sobre una obra o una corriente. ¿Se puede? Sí, de poder, se puede. ¿Pero interesa? ¿Nos hace bien? ¿Nos remueve? Lo dudo.
La figura de Richards supera la influencia de las musas y la crítica. En la escena cultural chilena se ha transformado en una brújula cuyo poder no viene de la autoridad, sino de la fascinación. Su don no se basa en determinar qué es bueno y qué no; por el contrario, nunca ha usado la palabra más que para hablar de aquello que personalmente le atrae. ¿En qué está interesada Ariel hoy? ¿Qué obras le resuenan? ¿Qué exposición recomienda? ¿Qué lee, qué escucha, qué ve? Esa es, al parecer, toda la bendición requerida para poner a quien sea en el mapa, capaz de congregar a decenas de personas en un conversatorio en mitad de la semana laboral para hablar de un artista que murió hace casi cincuenta años y situarlo en portada del diario dominical.
En Inacabada, su primera novela, la protagonista intenta conectar con su madre al mismo tiempo que estudia el trabajo de artistas con obras sin completar. En su último libro, Contra viejas superficies (Editorial Metales Pesados, 2024), abarca la vida del artista Gordon Matta-Clark (1943-1978) y la compleja relación con su padre, el artista chileno Roberto Matta, desde una perspectiva original: su archivo, el cual estudió durante meses en el Canadian Centre of Architecture de Montreal, como parte de su investigación doctoral.
ARIEL RICHARDS: Me interesan los hombres que rompen cosas. Siempre me ha fascinado la iconoclasia, la destrucción, las cosas que no necesariamente se erigen ni se construyen ni se crean, sino que más bien se trabajan con restos o con ruinas. Matta-Clark era uno de estos, y era apenas un capítulo de la tesis, pero pronto me pareció más grande. Y es que yo encontraba que lo que él hacía, estas aperturas, también eran portales. Entonces la pregunta era hacia dónde llevan, o qué muestran. El deseo de entender eso ha sido permanente: varios años vengo preguntándome hasta dónde llegan estos agujeros. Le he dado múltiples respuestas a lo largo de mi vida, y creo que ahora me sentía más segura para poder dar una tesis que me pareciera superinteresante de compartir.
L’O: Me llama mucho la atención tu relación con artistas hombres, no solo porque los estudias, sino porque también en Chile veo cómo te persiguen para colaborar.
ARIEL RICHARDS: Me interesa mucho la figura del artista hombre, sobre todo como una persona que es capaz de desatender ciertos mandatos. Pero no me interesan tanto los artistas queer hombres, porque ya son desobedientes, ¿cachái? Aunque me parece que sí hay artistas hombres cisgénero heterosexuales que son capaces de desobedecer ciertos mandatos masculinos a través de prácticas artísticas, y creo que tenemos mucho que aprender de eso. Creo que la masculinidad es algo que como sociedad tenemos que repensar, y el arte da pistas de cómo imaginar una alternativa más amorosa, más feminista.
L'O: Los artistas se pelean por mostrarte su trabajo, pero tú tienes un criterio marcado. A pesar de algunas excepciones como Marcela Correa o Sebastián Preece, sueles escribir sobre artistas que ya fallecieron.
AR: Me encanta trabajar con artistas muertos. Siento que los archivos tienen deseos, al igual que los artistas que están vivos; lo que pasa es que esos deseos están encriptados en papeles. El archivo te devuelve a ti la agencia para interpretar su deseo. En el caso de Matta-Clark era clarísimo lo que el archivo deseaba: sacudirse ciertos preceptos que se han dado como verdades absolutas y que no lo son. Y si uno es fiel al archivo y es una investigadora metódica, el archivo te muestra cosas. Es muy lindo ese diálogo. Esos archivos siguen siendo deseantes.
L'O: Es curioso lo que dices porque podría argumentarse todo lo contrario; qué peligroso un archivo que uno interpreta porque finalmente no está el artista vivo para defenderse y decir “no, yo no quería decir eso”.
AR: Eso es muy interesante y muy entretenido porque también hay una confianza que una debe tener en su intuición, así como “ya, oye, yo en verdad voy a interpretar lo que el artista quiere según su deseo, pero también tengo que reconocer mi deseo y también tengo que reconocer qué es lo que deseaba el artista en vida”, y esa triangulación es superinteresante. Es como una ouija: hay alguien presente pero está ausente, y está mi cuerpo que lee ciertas cosas. Y voy a aprovecharlo. Igual, si eres una investigadora correcta, no puedes ir en contra del archivo, que son datos y hechos.
A lo largo de estos cuatro años con “Gordie”, Richards ha logrado hacer de sus estudios una atracción pública, con charlas, concurridos seminarios y extensos artículos de prensa sobre su rescatado conocimiento póstumo del artista, incluso antes de la publicación del texto. Mientras se alista para un nuevo camino junto a otro enigmático sujeto de estudio –Lorenza Böttner, quien tras perder ambos brazos se dedicó a la performance y el arte visual–, Richards espera seguir teniendo las oportunidades (y el financiamiento) para investigar lo que desee y permitir que la mayor cantidad de personas se sumen a sus apasionados descubrimientos.
AR: Me pasó ahora que fue como: “Oye, igual esta información me demoré cuatro años en obtenerla, por qué la voy a compartir”. Una parte Grinch y egoísta mía dijo: “¡Es tuyo!”. Y no poh, no es mío. Creo que también hay mucho en el arte de acumular, de coleccionar, de que tu colección, incluso de conocimiento, sea privada o que pocos accedan. Acá es muy lindo que el libro haya generado conversaciones y preguntas y comentarios. Parte de la misión de escribir sobre arte es que no sea ni jerárquico ni opaco ni excluyente ni intimidante, porque, en el fondo, ¿para qué segregar si es algo que nos puede incluir a todos?