Arón Piper relata su tránsito de la gran pantalla al mundo de la música: un viaje hacia sí mismo.
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Cuando a fines de los 80 fundó la compañía La Memoria no estaba consciente de que estaba creando un lenguaje particular ni que formaría un público fiel. Lo que recuerda es que mientras ensayaba la trilogía que dio inicio a ese grupo (La manzana de Adán, La historia de la sangre y Los días tuertos) a sus integrantes los movía el juego y una libertad creativa absoluta, la misma libertad con la que enfrenta siempre sus personajes. Porque el método es algo así como una cárcel. El más bien somatiza los personajes; mientras actúa viaja por los sueños, por el pasado y por el futuro. Y eso lo hace muy feliz.
Entre copas de cristal, corbatas y recuerdos que no se dicen, él habita el ritual del tiempo: padre, hijo, hombre. En su ropa hay herencia; en su gesto, una historia que continúa.
Lo que comenzó como una colección personal se transformó en una galería y centro de investigación artística de excelencia, con la misión de hacer cruces entre el arte latinoamericano y el resto del mundo. ¿Sus directores? El mítico Sergio Parra y Antonio Echeverría, quien asumió el cargo cuando tenía poco más de veinte años.